Cualquier
otoño
Hoy hace
cien años
aunque no sé a qué hora
nació mi
padre,
mi padre que
ya no está,
que partió
con cierto apuro
hace casi
dos décadas.
Vino mi
padre en un vientre malagueño
que llegaba
en un barco
para derramarse aquí.
Vino en un
vientre
a la tierra del vino,
a mezclarse
con él
antes de
cualquier proceso.
Estoy
hablando de uvas
de las uvas que amaba mi padre,
que era
hombre que amaba
los frutos
de la tierra,
en San Juan
donde la
tierra es mezquina,
a fuerza de
piedra y piedra
y esa arena tan gris.
Me cuesta
imaginar
este país
hace cien años,
el puerto de
Buenos Aires
vuelto
hormiguero
por
inmigrantes pobrísimos
que cuidaban
sus nadas
en valijas
de cartón y de flejes,
sus atados
de ropa, de tela cualquiera
convertida
en seda
sólo por el uso.
Me cuesta
imaginar el presente
de ese ayer de expectativas
en un país
que nada iba a regalarles
para que
dejaran de ser esclavos
y se
convirtieran en esclavos
de sí mismos, todo el tiempo.
¿Quién era
el presidente ese año
en que nació
mi padre?
¿Quién
quería derrocar a ese presidente?
Debe estar
en la prensa
si es historia de traiciones.
¿Cómo fue el
trayecto
de Buenos
Aires a San Juan por tierra
luego de tanto mar?
Nadie puede
responder a esta pregunta.
Los archivos
hablan de otras cuestiones.
Las
estadísticas registran el paso
de apellidos gloriosos,
no la sombra
de gente
con futuro
de labranza.
Hoy hace
cien años que nació mi padre.
No sé a qué
hora.
Seguramente
las calles
estarían cubiertas de hojas,
y esas hojas
serían amarillas
como en cualquier otoño.
Sólo sé que
fue en Albardón,
ligeramente
al norte de la ciudad de San Juan,
entre
Villicum y Pie de Palo.
¿Cómo
sonaban en los oídos de esos inmigrantes
nombres tan
extraños?
La pregunta
se responde sólo con supuestos.
Cerca de las
aguas termales de La Laja.
Cerca del
mármol travertino
que hoy se
encuentra en cualquier punto del país
nació mi padre,
un
españolito que vino al mundo
hace cien
años, a la luz de estas provincias,
y al que, a
pesar de no creer en Dios,
Dios lo guarde.
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Génesis, mutilación y
encierro
de un hombre que siempre
retornaba al Oeste
Me tapé con tierra.
Tenía unas ideas que debían
florecer en frutos venenosos,
por eso mi padre se encargó
de rodearme con semillas
para disimularme en el
temporal de su cariño.
Estuve en contacto con las
lombrices
desde mi primera infancia,
ajeno al caribe de las
enciclopedias,
cargoso con mi pequeña
cicatriz,
intravenoso, impersonal.
Luego vino el mes de las
nevadas
y ayudé desde abajo la
escaramuza de las larvas.
No es extraño que llegara
entonces
al borde del arroyo
con corazas de plástico y
sonidos espaciales
a rescatar del olvido
el viejo caserón que me
sirvió de escuela.
Ahora soy un trozo
inofensivo de tierra y tétanos.
Cuando mi familia me lo
pide
hago las veces de árbol
navideño
y los hijos de mis primas
me llenan con foquitos de colores.
Por lo demás (en días de
cosecha)
siento un gusto especial
por todo lo folk.