“Desperté
con la muerte atrapada entre las manos,
quizás el tiempo se ancló a mitad de mañana,
antes que la sombra desapareciera bajo los pies.”
El aire fresco me vio cruzar la galería,
pasar frente a vos y bajar por la anchura de escalinata de rústica roca,
pero los pájaros estaban callados,
menos los míos, los del alma, que lloraban a los alaridos.
No escuchaste nada, o si, no sé,
iba apenas con unas medias grises, casi descalzo,
negras mis botas las apretaba contra mi pecho en un abrazo desesperado,
tomé la vereda de las margaritas y apuré el paso.
Te escuche gritar: -¿¡adonde vas!?-
desde el balcón, allá arriba, en la galería me lo decías,
desde donde me veías partir,
-a morir -murmuré entre dientes apretados.
Por el sendero que se descuelga hacia el río,
mientras el corazón latía agitado,
me di cuenta que no entendía
la razón de mi existencia.
Atormentado estaba, ni más ni menos de cómo había vivido,
el monstruo y yo caminábamos por última vez de la mano,
sobre los mismos pies, hacia la misma garganta oscura,
él tampoco se resistía.
Me detuve en el lugar donde terminaría la historia,
no estabas y nunca llegarías,
eso si que deseaba con el alma,
¡realmente deseaba que llegases!
Luego un árbol,
la rama,
el alambre,
mi cuello,
el cimbrón,
mecerse pendularmente
y entrar, por fin, en la nada,
con la última imagen bondadosa:
de verdes y pájaros y aire fresco y el sol colándose entre las copas de los fresnos, acacias, cipreses y moras,
y abajo el río,
el último testigo, silencioso testigo,
llevándose para siempre mi pesadilla.
Vos no estabas.
quizás el tiempo se ancló a mitad de mañana,
antes que la sombra desapareciera bajo los pies.”
El aire fresco me vio cruzar la galería,
pasar frente a vos y bajar por la anchura de escalinata de rústica roca,
pero los pájaros estaban callados,
menos los míos, los del alma, que lloraban a los alaridos.
No escuchaste nada, o si, no sé,
iba apenas con unas medias grises, casi descalzo,
negras mis botas las apretaba contra mi pecho en un abrazo desesperado,
tomé la vereda de las margaritas y apuré el paso.
Te escuche gritar: -¿¡adonde vas!?-
desde el balcón, allá arriba, en la galería me lo decías,
desde donde me veías partir,
-a morir -murmuré entre dientes apretados.
Por el sendero que se descuelga hacia el río,
mientras el corazón latía agitado,
me di cuenta que no entendía
la razón de mi existencia.
Atormentado estaba, ni más ni menos de cómo había vivido,
el monstruo y yo caminábamos por última vez de la mano,
sobre los mismos pies, hacia la misma garganta oscura,
él tampoco se resistía.
Me detuve en el lugar donde terminaría la historia,
no estabas y nunca llegarías,
eso si que deseaba con el alma,
¡realmente deseaba que llegases!
Luego un árbol,
la rama,
el alambre,
mi cuello,
el cimbrón,
mecerse pendularmente
y entrar, por fin, en la nada,
con la última imagen bondadosa:
de verdes y pájaros y aire fresco y el sol colándose entre las copas de los fresnos, acacias, cipreses y moras,
y abajo el río,
el último testigo, silencioso testigo,
llevándose para siempre mi pesadilla.
Vos no estabas.