Las antiguas de mí misma
deben haber muerto
en fibras blancuzcas,
en aserrines
tropezándose en sus mismos pies,
ahorcándose en sus propios brazos.
Las otras de mí
deben haberse contenido el peso de las pupilas
en los pañuelos de sangre,
deben haberse colgado en los muros
a desgajarse el pellejo a piedras.
Encuentro que estoy hecha de fríos
como las otras
lo sé porque el dolor de vivir
se me ajusta a la espalda
y me circula como un hematoma negro.
Voy oscura, descalza
como si ya me hubiera unido a las sombras para siempre
como si ya hubiera vivido siempre
trago cuchillos,
me deleito sorbiendo agua sal por las ternillas
hasta llenarme el estómago,
hasta volverme cianótica.
El dolor es una especie de éxtasis:
lloro detrás de la cortina
y me gusta cómo mis lágrimas se van espesando.
Es como haber ingerido solvente.
¿Hasta cuándo podré reír?
no puede existir un placer tan gratificante
como el dolor que me abunda.
¿Hasta cuánto fuego podré tolerar?
Estoy hecha de eritemas
como quien guarda alacranes en el cajón
y se los traga
y deja que lo piquen hasta hacerse inmune.
No hay poción, ni raticida para el dolor
solo me queda apretarlo hasta que de tanto apretarlo
me vuelva insaciable.
Sin embargo
hoy no estás y eso si es insalvable
es una nueva mutación del dolor.
Las otras de mí deben haberse colgado en los muros
y despellejado a piedras.