LOU ANDREAS-SALOMÉ
Lou Andreas-Salomé, nombre de fuego, nombre de madera ardiendo en el bosque
y en el castillo,
al anochecer los sirvientes encienden tus velas y tus antorchas,
queman tus papiros llenos de secretos sobre la belleza y el arte.
Lou Andrea-Salomé, muéstrame el sexo de los colores y del fuego,
el sexo de la salamandra que en tu piel se esconde,
la lívido de Freud invadiendo la enfermedad de tus jardines,
el suave esplendor que Nietzsche dejó en tu siglo
y en las aguas de tu mente,
la estela peregrina de Rilke murmurando tristezas alemanas en tus oídos,
el verbo alado que baja con la miel delicada de tu sangre rusa,
el mar que arde en tus ojos envenenados de asombro
y esconde la flor,
el deseo,
la tempestad,
el incendio del mundo.
JUANA
Usted no conoce las criaturas que atraviesan estas aguas en la noche,
no conoce las sombras que escriben en la orilla.
Bajo la rojiza cabellera del sauce
la luz va buscando su forma, va tocando con sus nudillos
los portales del sueño,
camina con paso sereno de luna llena
hasta que penetra en mi buhardilla.
A la hora en que las barcas dormidas apagan sus velas
yo enciendo el arpa de ónice,
y mientras la noche va esculpiendo sus sábanas blancas en los bosques,
en las casas donde el búho contradice el silencio de los que duermen,
el brillo de mi música va dejando caracoles dorados sobre la playa,
vientos que encienden el nácar de las cosas, el azul de las piedras.
Es verdad que pocos me conocen, casi nadie, sólo algunos
que no pueden vencer la curiosidad.
Soy una niña que viste de azul, que busca en la noche la caverna
donde el viejo cazador de libélulas
guarda las monedas de plata, la roja ouija de plata;
esa tabla que sirve para hablar con los muertos.
Si usted supiera cuantas cosas del otro mundo se esconden detrás
de mis palabras, cuántos misterios dormidos bajo las estrellas;
y cuando cante el gallo, al alba, si usted fuera mi amigo,
yo le mostraría los poemas que me regala la que vive más allá
de los manglares rojos, la mohana, la mujer del agua.
Parece que estuviera loca, por sus alborotados cabellos.
Más de una vez la he visto cantando, arrojándole piedras preciosas
a la ciénaga.
Y bajo la luna llena no hay una mujer más hermosa.
Dicen que nadie ha la visto, nadie en estos antiguos, reverdecidos
parajes de la tierra.
Dicen que son cosas mías, cosas de niños.
Pero yo la llamo con mi arpa de ónice, con mi música que brilla en la niebla.
LA NOVENA OLA
Ya casi es de noche en un cuadro de Iván Aivazovsky, la novena ola,
bajo el magnánimo cielo del mundo,
bajo la luz demente que da horror y belleza y empaña el sueño
que delira en sus colores.
Las aguas verdes arrastran la memoria, altas y encrespadas olas
como pavo reales.
Los náufragos se aferran al grueso madero que alguna vez fue un barco
y antes de un barco un bosque.
Mientras esperan que la muerte los arrastre
uno de los hombres, el más viejo de todos, con una risa irónica
y lágrimas en ojos,
y que parece sacado de una línea de Chejov,
recita el capítulo veintiséis de la Divina Comedia
donde Ulises y sus curtidos marineros,
después de cinco meses de fatigar los mares reales
e irreales del globo
y de contar una a una las estrellas luminosas,
es llevado por el espectro de una ola verde al abismo sin fondo.