APASIONADOS
Apasionados, para engullirnos, estrujarnos,
mientras la luna anida en el cielo austral
y la noche nos embeleza los sudores y los aromas
de nuestros cuerpos mansos y dúctiles;
apasionados, para besarnos, lamernos,
sin que medie entre nosotros la duda y el resquemor,
sacudiendo nuestra piel al ritmo del silencio
y mirándonos airosos y sin resentimientos;
apasionados, para besarnos hasta que los labios
queden rojos y ardientes al tacto, como brasa encendida
sobre el tentempié del sol que apenas nace en la aurora
refulgente a través de la díscola ventana;
apasionados para apretar nuestros instintos contra la nada;
para saborear infructuosos, el dolor y la lágrima
de nuestra piel tersa y acicalada,
dulce como un ocal, tan dulce y sobriamente estimulada;
apasionados, para mordernos suavemente, sin la fisura
de la herida del alma, en la línea exacta del éxtasis
y la locura, allí donde confluyen sin contratiempos,
el placer y la agonía de ese segundo inmaculado;
apasionados, hasta quedar rendidos y exhaustos,
hasta que nuestras manos caen sigilosas y enriquecidas
por haber saciado fugazmente la sed del espíritu,
esa que se siente, que arremete, que se sufre y se padece;
apasionados, por haber entregado al fuego el corazón,
por habernos confundido en uno solo, la fusión perfecta
entre dos personas que se aman en contra de toda regla,
cuando la suposición se hizo efímera y mundana;
apasionados, como todos los días en los que caemos
para abrirnos el pecho en partes iguales,
para estrecharnos en un abrazo que no sujeta a este amor
que permitimos que divague en nuestras vidas,
aún cuando lo consideremos vago y poco insipiente.