LA PEQUEÑA MUERTE
Me relataste acerca de tu soledad.
Que, de vez en cuando,
guardas tu corazón en el freezer
en envoltura delicada para que
no se arruine el terciopelo
junto a la seda fina
de tus íntimos pensamientos.
Te imaginé en tus sobresaltos
al oír el ruido del ascensor
y de como el abrir y cerrar de esas puertas
te proyectan la película de las lucecitas
que viborean por debajo de la ventana
entrando a conversar con tus miedos.
Abriste el grifo de la ducha
-me contaste-
con la piel bañada
por chorros de luna:
un frío erizo te corrió
por los huecos que no
alcanzabas con las manos.
Azulejos grises tus ojos,
reinos del carmín tus labios.
Retornaste al cuarto sin vestirte,
prendiste sahumerios de manzana
en la penumbra congregada
de pequeños diablitos reidores,
ebrios de un fruto así maduro.
Te arrellanaste sobre la cama
-según me dijiste-
con los pies y el sueño fríos,
desmelenada, con exuberancia
de sombra hecha bucles en el cabello.
Pestañaste de universos
al inundar tus ojos de abandono.
Enmudeciste el teléfono al
toque leve de tus dedos y
lentamente floreciste la noche
de tu bella agonía.