La Gloria fue la única que se atrevió a
esconderla en la cocina, en el medio del caos de lo que fue lacena.
Últimamente, volvía más temprano de
trabajar la calle.
Los años caminados no la exhibían tan
apetecible.
Y hacía casi siempre tanto frío.
Ella apenas podía recobrar el aliento.
Desde el instante mismo en que su hombre
le ordenara escapar hacia el oeste por el suelo mojado de rocío.
Sintiendo la dureza de terrones bajo su
pie descalzo.
Desde el mismo momento en que bajó del
auto y comenzó a correr entre las sombras. Apretando en sus brazos al pequeño,
que no dejaba de llorar, como si presintiera.
Desde que el propio pulso acelerado le
zumbara al oído al igual que un tambor.
Mientras el propio miedo tiraba
dentelladas, babeaba a sus espaldas como un perro rabioso.
Ya todo está perdido.
Lo presiente.
Porque perdió el zapato. Y no cree en la
magia ni en ningún talismán que la proteja o la salve del día de mañana.
Es que pasó el instante.
La seca medianoche.
La hora en que se rompen los hechizos.
Como bien dice el Mauro: -No hay tiempo
para reyes ni bailes ni palacios. En este reino, los ratones son ratones y las
calabazas, calabazas.
Por eso, ella esconde la cara contra
aquellos harapos, en tanto las sirenas atraviesan el aire y oleadas de
uniformes se derraman entre los pasadizos, las casas de cartón, los zanjones,
la mugre, los malvones en lata.
En la azul prepotencia que se acerca con
la palabra en alto.
Apoya la cabeza sobre el duro cojín de
sus rodillas.
Ahora que su niño se ha dormido.
Ahora que la angustia conjura los
sollozos y el agobio le calza como un guante, busca hallar la mentira que los
salve.
Aunque sabe muy bien que no hay
coartadas.
Que aunque el príncipe intente
protegerla solo balbuceará sus incoherencias. Como cada mañana. Como
siempre que el reguero de insectos le traspasa la mente trastornada.
Y ya deben tener como evidencia el
zapato olvidado junto al casquillo tosco que desnucó los sueños de aquel
hombre.
El conductor del taxi que apostó a su
inocencia de madre adolescente con el niño en los brazos, pidiendo se detenga
en medio de la noche.
Antes de que vinieran el Mauro y sus
amigos a quitarle a los gritos, a punta de cuchillo, la radio, la confianza,
billetes, zapatillas…
Hasta que el estampido despintara la
piel de sus temores con el gris de la ausencia.
Tendido en la miseria, con los brazos
abiertos como un cristo, la mirada perdida en las estrellas y el nombre de
algún hijo entre los labios.
Dormido para siempre sobre la
prepotencia de su sangre.
Y envuelto en el sayal de la impotencia
como única mortaja.