Revivir
A punto de asesinar al
reflejo de su espejo, prefirió renunciar y presentársele a la muerte
dignamente.
Cantando el himno a
la alegría se desvistió, hizo un bollo con su sotana de juez ignorante y arriba
acomodó sus valores morales. Guardó todo con cuidado en una valija de viaje y
dando un saltito de fe la revoleó por la ventana. Se sacó de los bolsillos los
defectos y las virtudes. Los estrelló contra las paredes y barrió los restos
hasta que no quedó la más mínima partícula de ego.
De un portazo
clausuró los laberintos de su mente. Agarró
a patadas los tableros, los esquemas y sobre todo, los relojes. Se clavó
en el pecho una bandera blanca y tiró todas las toallas. En la pileta de la
cocina ahogó uno a uno los mandatos familiares. Y después de haber
descuartizado a sus obligaciones sociales, corrió hasta el ministerio más
cercano y se declaró en huelga de pensamientos. Desnutrido de deseos, rechazó
los sacramentos y dejó de caminar entre el cielo y el infierno.
En medio del velorio
de la imagen de si mismo, le sacó los ojos a la mirada de los otros y salió a
reventarlos contra los portones de las escuelas y los campanarios de las
iglesias. Con los restos de lazos y ataduras tiró abajo a los ídolos y sus
pedestales, desoyó sus concejos y les rompió las promesas.
Recostado a la sombra
de algún antro, claudicó a los viejos buenos hábitos. Dejó los usos, renunció a
las costumbres. Sin siquiera un remordimiento del tamaño de una moneda,
deshonró a la jurisprudencia y a las
anécdotas.
Y cuando sólo le quedó nada, cuando fue un
completo nadie, se abrazó con la muerte y respiró.