Juan Disante, Buenos Aires, Argentina

por Juan Disante, Buenos Aires, Argentina

Supongamos que usted una mañana se despierte,
se siente en el borde de la cama,
se mire el cuerpo,
se estire como un gato
y apretando el riñón con su índice,
diga bueeéh…!
Supongamos que una mañana usted se despierte…
poeta.
Supongamos.
Que deposite una gota de esternón
sublingual,
estire el regreso de un deseo,
y frente al ingreso ventanal del sol,
se hamaque.
Que levante las cuatro sotas que dejó tiradas anoche,
le recorte los tacones,
y al periódico del día lo salpique
con matecocido y porfía.
Que le den ganas de dibujar bocas y zapatillas,
dejar escapar todos los adjetivos por las mirillas,
perseguir en paños menores a la metáfora menor
por toda la casa.
Que de repente se le aparezca la letra jota
minúscula,
y aquella vieja historia de la música,
secrete.
Que los sedimentos sedimenten,
los nutrientes refrigeren,
los amores platonicen,
los perdedores ironicen.
Digamos, que a usted no le interese más otra cosa
que la semilla,
el desentono,
quebrar el semen.
Querrá fatigar el suburbio
si devino poesía,
resoplar su potrillo.
Vamos a suponer que sale a la calle en puntas de pié,
que salude cortésmente a una señora con sombrero.
“Buon giorno”
y en vez de una flor le obsequie un soliloquio.
Por un momento, supongamos
que al doblar la esquina del buzón
vienen a su encuentro Alejandra Pizarnik del brazo de
Julio Cortázar,
lo besen como a un viejo cómplice
y se vayan los tres abrazados hasta la última mesa
de un bodegón malhablado
a describir, muertos de risa,
el rechinar de los pecados
que pasan
en fila india… uno a uno.

Piénselo.
Una mañana desatinada
usted debería suponer.