Escribo contra la corriente, porque escribir significa creer todavía en algo, porque si no lo hiciera la pulsión de muerte me arrastraría, me pasaría por arriba, me borraría del mapa.
Escribo para no arrepentirme de no hacer, para interpelarme, para sacarme la máscara y dar la cara por mí, para prolongar la función más allá de los bostezos del público postergando indefinidamente el acto final.
Para sospechar que pasado un tiempo vos estarás leyendo y llegado a este punto pensarás: otra vez el recurso de interpelar al lector, pero no podrás dejar de leer porque si lo hicieras el texto moriría.
Porque mis palabras pretenden tejer un conjuro, porque escribo como quien construye una máquina inefable, un mecanismo preciso cuya función no se conoce todavía.
Escribo sabiendo que será inútil pero lo haré de todos modos, añorando la alegría de los que saben o creen que todo es un sueño, que nada merece ser tomado en serio, que el tiempo no existe.
Escribo porque es un acto físico y para mí es igual que dibujar. Un trayecto, un itinerario, un paisaje, casi un retrato.
Porque creo que la palabra tiene poder, que materializa y concreta, que puede sanar, revelar, ser transformadora.
Y también porque escribir es hablar en silencio.
Y es económico, mínimo, verdadero.
Y porque implica no estar solo.
Escribo porque todavía soy capaz de amar.