CRISTIÁN BERRÍOS, SANTIAGO DE CHILE

LA MENARES


Ojalá sus pupilas dominaran la marea y su perfume prevaleciera en las
sombras, pero ignoro que sueña, cuál es su aroma o si la muerte se
rendiría a su tibieza. Aunque sus labios pertenezcan a Lesbos y floten
distantes, esponjosos como nubes, deseo que un alma cristalina los
atrape e impregne la humedad que anhela.

Con indiferencia desgarra el invierno sin más rastro que el silbido de
la espada. Liquida cada burbuja en la sangre y dentro de ellas la
danza que permanece intacta. Sus palabras encienden velas sobre un
puente de madera, elevan lámparas de papel hacia los astros.

Cuando no existan los cuerpos ni la magia del libido compartiremos un
desierto de estelas, y aunque intuya que la he conocido cada espíritu
irá en dirección opuesta.




INVERNADERO DE LUJURIA


La carne roba parlamentos y despliegue escénico al amor mientras el
alma equivale al artista que desprecia el divertimento para
concentrarse en su trabajo.

Temo, más que a la muerte, al deseo del veterano que suplica el placer
de jovencitas malgastando versos y sufre la indiferencia que tanto
conocen vendedores ambulantes o predicadores obsesivos.

La lascivia guía mis pasos para tenderme emboscadas.

Contemplo besos similares al ajetreo de alas entre Lesbos y Afrodita,
que cierran con los labios heridas invisibles en juegos de ternura y
lujuria. Mi lealtad está con ellas por complacerme en secreto.

Disfruto, a pesar de la podredumbre que reinará en el futuro, el
enamoramiento fugaz, la seducción explícita e inocentes
voluptuosidades con amigas.

Llega la hora en que el cuerpo decae y la efervescencia prosigue,
ardemos gracias a contemporáneos y flores emergentes, necesito, para
consolarme en la agonía, el sabor de texturas que viajen del pasado
como antídoto.

La plenitud es un globo que el temeroso observa con fascinación, se
horrorizaría en el infierno ante placeres que amenizan las torturas.




EL DESPERTAR


Manos inquietas como remolinos saludan desde globos que desafían el
filo de las rocas, imposible alucinarlo sin el envenenamiento que
permite levantarse de la cama.

Nunca fui esbirro del sol y le habría lanzado un fluido de
proporciones oceánicas, pero esa mañana, resplandeciente entre los
pabellones de la miseria, acariciaba mi cabeza altanera y sentí una
complacencia felina. Entonces fui a revolcarme sobre la hierba porque
había una fuerza que velaba por los dolores y calmaría mi apetito.

Contemplé el espejo del baño, supe que estaba destrozado. Huí de la
primavera infernal que tanto contentaba a los insípidos, me refugié en
ese sueño tan dulce y esperado.