Salvador Pliego

Poesía


Déjame entrar en ti,
abierto, extendido,
fosfórico y herbolario,
como un forajido arrancándote las letras,
estrellándome en tu cintura de madera y verbo,
enrojeciendo tus secretos, tus espadas victoriosas,
tu veloz palabra benemérita,
la montura en que cabalgas y el sujeto brioso en que destellas.

Déjame invadirte,
salir a los potreros y a los pueblos
abanderando cada verso, liberando la palabra,
emancipándome en tus hilos de ritmo y simetría,
en tus ojos rojos que miran lo invisible.

Déjame acudir a tus harapos y a tus torres,
desde el fondo, aun incomprendido,
y batirme en tu historia de piedras y copales;
sacar las cimitarras y cortar cadenas y centurias;
penetrar en las alturas, a las bóvedas del cielo,
en los cóndores plateados y en las águilas bermejas,
en la precipitación de las auroras.

Déjame excavar la tierra y mostrar las uñas ya sangradas
con los dolores del minero,
con la yunta calcinada,
con el surco ya saqueado;
sembrar de nuevo los cereales, los carbones,
las espigas, las uvas de las granjas,
y abrir las puertas terrenales
con las honras de los cantos.

Déjame ser el grito que sucede,
que acusa y delata,
que muestra las manos de las sílabas
ardiendo junto a las madres y papeles,
porque inmisericordemente la dureza fue encendida
y el verdugo se jactó de arder las mechas.

Vuélveme a escribir letra por letra,
sílaba a sílaba y canto por canto,
como si yo mismo, hambriento,
tuviera la herramienta, supiera de la espada
y contuviera la amargura.

Alárgame sediento a los aceros,
al canto forestal y duradero,
a donde rinda el florete su cuchilla,
al idioma de la greda y los parajes,
a los dedos mágicos de las violetas
y de las aves que a la bruma dieron alas.

Déjame entrar en ti y amarte,
inundarme de tus ríos,
de tus telares de oro,
de tus guacamayos arrolladores
y de tu sueños insepultos,
para diseminarme junto a ellos
en los escombros de la noche,
en las esmeraldas de los mares,
en los huecos de la vida,
y abrazarme, tú a tú,
con la última ternura;
y darle un beso…
y verle que sonríe.




Templanza


Somos verbos, alas que arden,
la exacta ecuación maximizada,
las ansias del mar, su boca que tiembla emocionada;
somos el hierro y su certero respiro enardecido;
lava somos, fuego, los huesos que se encienden
escarchando en los cielos,
la luz que aluza su mechero.
Somos los retos hilarantes de los tiempos:
caudas de historias, olimpos en los cuerpos,
aves Fénix templándose y naciendo,
plumas rojas de fuertes picos esenciales.
Somos las aves del metal y de la holgura,
los hombres pájaros; seres míticos y entronados
y a la cúspide invitados.
Somos nosotros: la anchura de los truenos,
los rayos, los mástiles del viento,
titánicos seres de lo humano,
la fuerza de la lid y el combate victorioso,
el triunfo vital y las coronas del acero.
Somos las alas de cíclopes guerreros,
gigantes como el hombre
y atemperadas en los hombres con el fuego.
Somos la raza sonora de las águilas, los cóndores batiendo,
dioses emplumados, guardianes de los templos,
lanceros ancestrales y modernos, marciales plumíferos hechos de hierro,
furibundos portavoces del destino y los azares:
el hombre en el plumaje del acero.