Lucía Gomez

Siempre pensé,
que no hay nada más bello
que la cama donde duermen dos.
Nada tan dulce, tan ameno.
Pero, hablo de la cama
de dos que se hablan bajito
porque se aman
y están tan cerca,
que sólo con susurros se comprenden.

Los domingos me decías
que no me levantara temprano,
porque querías disfrutar del día,
mientras el cuarto se llenaba de sol,
el tiempo se ponía de nuestro lado
nos olvidábamos de los relojes
y permanecíamos abrazados
escuchando los ruidos
que venían de afuera.

La mañana se nos iba
en hacer otra vez el amor
a espaldas de la noche
con una sonata para piano, de fondo
y de una manera diferente.
El corazón saltando y delirante,
mientras el hilo de las ganas
a punto de reventarse,
con el calor que emanan las esteras
y las pequeñas barcas que pasan en la tarde.

Las garzas con sus chillidos místicos
volando encima de la casa,
como danzando
y volver a dormir cuando la memoria del
cuerpo, quería descansar del beso
y las manos puestas en el deseo
como sintiendo que aún tocaban.

Al final de la tarde
y para que no nos sorprendiera la noche,
salíamos a caminar por la playa
cuando ya el placer se había consumado
y sentíamos que todo el que pasaba y nos miraba,
sospechaba y se preguntaba:
¿en qué cama yacieron hace poco?